jueves, 30 de abril de 2015

Valientes todos aquellos que siguen en la búsqueda de sí mismos; a pesar de todo, a pesar de tanto.

Escoger la carrera de psicología no es cualquier cosa, pues es una profesión que demanda mucho de uno mismo para poder entregarle algo al otro. Implica conocer nuestras propias frustraciones, nuestros propios deseos, angustias, impulsos, inquietudes; implica que hayamos estado durante un buen tiempo con nosotros mismos y conocer nuestras fibras más sensibles.

Los pacientes llegan a consulta con miedo, llenos de angustia, ansiosos, expectantes, confundidos, y sobre todo, llegan desordenados. Vuelcan en uno todo el desorden que experimentan,; y de pronto comienza la magia: comienzan a confiar sus secretos más íntimos, viajan hacia el pasado y logran encontrarse con episodios traumáticos y dolorosos de su niñez; eventos que –a lo largo de tantos años- han bloqueado, intentado olvidar, o –quién sabe- intentado superar. A veces la razón indica que sí lo lograron, superaron el dolor y son capaces de recordar sin tanto rencor, sin embargo, si uno analiza más a fondo se da cuenta que la herida sigue latente, que el dolor del abandono e indiferencia de una madre, o de los golpes e insultos de un padre, no se olvidan nunca, lamentablemente forman parte de uno y son heridas que han calado nuestro existir.

Transmiten mucho sus experiencias, hacen que uno como psicólogo se sienta angustiado, ansioso, con mucha pena, con dolor. Muchas veces los pacientes me han relatado cosas impensables para mí: que mamá los dejó de niños, que papá les repitió mil veces que no debieron nacer, que el tío los violó, que el abuelo los tocó indebidamente, que mamá no los defendió cuando vio que su pareja los agredía, que han visto a sus papás golpeándose casi hasta la muerte, que su mamá nunca les dijo un te quiero, o que simplemente el recuerdo más fuerte que tienen de papá es verlo alcoholizado llegando a casa simplemente a dormir.
Todo ello simplemente hace que me haga la pregunta del millón: “Después de una historia de vida tan penosa, ¿qué le puedo ofrecer yo para ayudarlo?”, y la respuesta creo que no se encuentra en ningún libro y tampoco pasa con aplicar puros tests y cuestionarios; lo único que puedo hacer es acompañarlos, escucharlos, fomentar el desahogo, conectarme con ellos y que –a través del vínculo- logren ver que hay personas en las que se puede confiar, personas que pueden repararlos, un espacio estable, un piso y sobre todo, que sepan que después de tanto tiempo, encontraron un espacio en donde no serán dañados como en su infancia.

Eso es lo único y lo mejor que puedo hacer, acompañarlos, sostenerlos, y devolverles un poco de tranquilidad a través de mi mirada, de mis palabras, de mis silencios –que acompañan- y de un espacio seguro y estable.
Hoy se celebra el día del psicólogo, pero creo que debería ser el día de todas las personas que se atreven a acudir a terapia. A esas personas que llegan desordenadas, enmarañadas, angustiadas, cargadas; buscando a veces solo oídos, comprensión, atención, seguridad. Valientes son, queridos pacientes, valientes y con coraje de hacerle frente a una vida tan difícil, a dar cara a problemas que marcan y a seguir en pie, siempre en pie.

Finalmente nosotros, a través de ustedes, nos descubrimos día a día. Nos conocemos, aprendemos de nosotros, de crianza, de pareja, de familia, de errores, de habilidades, y aprendemos a saber hasta dónde podemos llegar, nuestras limitaciones, descubrimos nuestros propios miedos y nos encontramos con nosotros mismos.



Gracias, queridos valientes, es por ustedes que nosotros nos esforzamos día a día y este post va dedicado a todos aquellos que no se cansan de luchar, de buscar un poquito de luz a su oscuridad, y de buscar una mano que los acompañe en la búsqueda consigo mismos. Gracias

Valientes todos aquellos que siguen en la búsqueda de sí mismos; a pesar de todo, a pesar de tanto.

miércoles, 1 de abril de 2015

"M" el ejemplo vivo de resiliencia y valentía.

Ya se va a cumplir 1 año de que recibí mi primera paciente personal en el Hospital Naval, recuerdo bien el momento. "Hay un ingreso", me dijeron, "lo verás tú". Me quedé helada por unos minutos, volteé en cámara lenta y le dije al psicólogo "jaja, ¿en serio?", un poco incrédula por la sorpresiva noticia, pues se suponía que no veríamos pacientes personales sin supervisión tan pronto; "sí, creo que estás lista", tragué saliva, tomé aire y dije "está bien, ahí voy".
 
No mentiré. Temblaba de nervios, se me vinieron 5 años de carrera a la cabeza, todos los profesores hablaban a la vez, veía miles y  miles de libros, recordaba muchas teorías. Estaba confundida, desorientada, desordenada. Intenté recordar las cosas protocolares que enseñan en la universidad, y me aproximé a la habitación de la paciente.
 
"Buenos días, mi nombre es María Claudia, y en esta ocasión voy a ser tu psicóloga", dije con una voz quizá temblorosa, tímida, pero intentando ser cálida y próxima para ella. Ella estaba echada en su cama, mirando la ventana que estaba cubierta con una rejilla de metal para evitar que se escapen; volteó ligeramente la cabeza, me miró de reojo y en señal de aprobación -creo- se sentó. Yo -con una odiosa libreta de notas y lapicero en mano- me aventuré a comenzar la entrevista preguntándole su nombre, "me llamo 'M'" me dijo, y así, fue desarrollándose una accidentada e improvisada entrevista que poco a poco fue tomando forma.
 
Recuerdo a "M" como si la hubiese visto ayer, la recuerdo en un primer momento frágil, tímida, temerosa, con miedos, con mucha angustia, pero sobre todo, la recuerdo con mucho dolor. Tenía la mirada caída, le costaba mirar de frente, tenía también un tono de voz algo demandante, era muy lábil, cambiaba de estado de ánimo más rápido de lo que yo podía registrar en aquella odiosa libreta de notas, no reía, no conocía la alegría, alguien o algo la había apagado y tenía que descubrir qué.
Poco a poco lo supe: desde que nació su mamá le recordó que nunca debió nacer y la culpó de todas sus penurias, a los 7 años su mamá se fue de la casa, dejó a 3 hijos y a su esposo, la abandonó. Cuando tenía 10 años su abuelo la observaba mientras se bañaba, la tocaba, la violó. Ella se sintió sucia, culpable, débil, frágil, y lo recuerda como si hubiese pasado ayer. Pasó lo mismo cuando cumplió 13, su tío la acosaba, le prometió que no le iba a doler, y otra vez, la violó; se sintió ultrajada, abusada, utilizada, inservible. Por si fuera poco, su padre -quien siempre fue su único apoyo- falleció a los pocos años, "se fue mi mejor amigo, mi único apoyo, la única persona que nunca me haría daño; me quedé sola", me dijo. Observó a su mamá prostituirse y estar con miles de hombres, y -en señal de rebeldía- hizo lo mismo: se prostituyó. Pasaron los años, salió embarazada de su pareja y decidió abortar, se sintió -ahora- abandonadora, mala, asesina; nunca se lo perdonó.
 
Yo -sorprendida, inmóvil, atónita, muda- no sabía qué decir a tal historia de vida, en ese segundo entendí perfectamente el por qué de su mirada caída, de su sonrisa siempre un poco fingida, y de sus repetidos intentos suicidas. Entendí también, que en ese momento "M" no necesitaba a una persona que -nerviosa- atiborre de punta a punta la hoja de la libreta, no necesitaba a una persona que haga de secretaria tomando datos y registrando información, no necesitaba a una máquina de anotaciones. No. Ella necesitaba que la escuchen, que la contengan, que acompañen su dolor, que sostengan sus pesares, y que le devuelvan un poco de esperanza.
Intenté hacer todo eso, la acompañé durante todo su duro relato con una mirada acogedora, la sostuve con mis palabras, puse mis 10 sentidos en ella y así -creo- que se sintió protegida y contenida.
 
A lo largo de su hospitalización trabajé mucho con ella, era un reto para mí que ella encuentre nuevamente un sentido en su vida y que entienda que -pese a todo lo que ha pasado- aún hay gente buena que no busca dañarla en el mundo, intenté repararla.
Y así descubrí que los pacientes más que una técnica o teoría, necesitan alguien que tenga la valentía de acompañarlos a recorrer el camino duro por el que han vivido y les ayuden a salir de él, luego de haberlo aceptado, procesado, y cerrado. Necesitan que los atiendan, que los miren, que no los juzguen, que los comprendan, que sepan que haya alguien que está ahí y que quiere ayudarlos; que sepan que sí se puede, y que aún cuando creen que todo está perdido, hay un poquito de luz que va a entrar a sus vidas.
 
Me llena de alegría relatar, que "M" salió diferente de la hospitalización. Recuerdo perfectamente el día de su alta, fue una mezcla de emociones, ella por un lado se sentía feliz pues al fin podría salir y volver a su hermosa tierra en la selva; a la vez triste, pues había hecho grandes amigas en el hospital. Yo, sentía la dicha más grande del mundo de verla bien, alegre, con una sonrisa kilométrica en el rostro, con brillo en los ojos, con metas, planes, objetivos.
 
No sé dónde esté ahora, no sé si siga bien o si quizá haya recaído, no sé si esté cumpliendo todos los planes que trazamos juntas. Pero la recuerdo y guardo muy dentro mío, pues fue mi primer gran -y vaya que gran- reto, de quien aprendí muchísimo, quien me enseñó más de lo que los libros decían, quien me ayudó a buscar dentro mío herramientas nuevas, a ser ingeniosa, creativa, cautelosa, tolerante, paciente. Me enseñó a saber escuchar, a aprender que 1 hora terapéutica nunca es suficiente, a acompañar, a sostener, a estar.
 
Gracias "M", entraste al hospital pequeña, frágil, temerosa; saliste de él enorme, erguida, sonriente, viva. Gracias por enseñarme que pese a haber pasado eventos muy dolorosos, siempre se puede sonreír, y que el ser humano siempre tiene y tendrá un empuje para seguir luchando.
 
 
Tú inspiraste la frase que escribí en mi Facebook hace exactamente un año: "No hay satisfacción más grande para un psicólogo, que robarle una sonrisa a alguien que creía que ya no valía la pena vivir".
 
Eres el ejemplo vivo de una persona resiliente, pujante, fuerte ... valiente.