martes, 31 de marzo de 2015

Dejar que la energía entre, fluya, nos transforme; y nos devuelva más livianos.

"Yo creo mucho en la energía", me dijo una de mis mejores amigas hace un tiempo largo atrás. Yo -cuadrada, racional, esquemática- no entendí de qué hablaba, sentí su comentario muy gaseoso, soso, intangible, irreal.
Poco a poco me fui acercando a ella, hubo algo de ella que llamó mucho mi atención: su mundo interno. Y decidí explorarlo, para aprender de él, dándome gratas sorpresas al conversar con ella. Comencé centrándome en lo que yo sentía cuando hablaba con ella, y me di cuenta que me hacía sentir alegría, me transmitía "algo bueno" que debido a mi rigidez emocional no podía conceptualizar o poner nombre.
 
Comenzó entonces una cierta fascinación por las emociones, por descubrir qué había detrás de una lógica cabeza; y comencé a hablar más y más con Vania. Aun sin entender mucho por qué es tan entusiasta, o tan efusiva muchas veces, me generaba placer y me contagiaba su alegría; hasta que un buen día logré desprenderme del mundo lógico, rígido y racional; y logré comprender que se trataba de eso que ella me mencionó hace tiempo, se trataba de energía.
 
Es algo que solo se percibe, y se siente de algunas personas. Mi papá cuando la conoció me dijo "se nota que es buena persona", ¿Cómo supo eso si ni la conocía?, él me dijo "no sé, te sientes bien cuando estás con ella". Me quedé asombrada, muchas personas percibían esa energía de ella de la que me había dado cuenta y tanto trabajo me costó entender. Es algo que contagia, que transmite a través de muchas maneras: con sus palabras, con sus gestos, con movimientos, con su mirada -a veces cómplice, acompañante, cercana, amiga, acogedora; y por qué no, a veces loca- y que hace bien sentir.
 
Hace unas semanas, cuando salía de su clase de teatro me dijo "es mi espacio, es un momento en el que me siento libre, me puedo expresar, me distraigo, me río; y luego me permite volver más liberada a mi rutina, me hace sentir mejor". ¡Qué cierto, Vania!
 
Y es justo de eso que quería escribir hoy. De aquellos espacios que permiten al ser humano conectarse consigo mismos, pues a veces -atolondrados por el trabajo, estresados por el calor y el tráfico, y temerosos por los peligros que se viven en nuestra ciudad-, nos olvidamos de hacernos el regalo de sentirnos bien, si quiera haciendo algo tan trivial como en la peluquería, o caminar en un parque, o quizá simplemente sentarme con una única luz prendida a sumergirte en el mundo de una novela nueva.
 
Si tan solo todos nos tomáramos un espacio como Vania, de hacer lo que verdaderamente nos gusta, creo firmemente que viviríamos en un mundo con mejor energía. La gente andaría con otros ánimos, más liviana, más ligera, más alegre, más conectados con sus emociones, más cerca de sí mismos.
Pues, cuando el trabajo no es lo que a uno le apasiona, hay que buscar el modo de darle un poco de vida a nuestra rutina. Trabajar de 8 a 7 de la noche, llegar a casa, comer y dormir; no es vida. Es importante darle la vuelta a la rutina y añadir una cuota de pasión a nuestros días; si quiera una vez a la semana, poder hacer lo que uno verdaderamente ama.
 
Al fin de cuentas, llegar a la vejez siendo gerente de miles de empresas y con cientos de cartones colgados en la pared, no garantiza la calidad de vida de nadie; pues puede ser gente que se haya pasado su vida entera encerrados en una oficina con el único propósito de 'hacer' dinero, pero que se olvidan de algo más importante, se olvidaron de disfrutar de lo que la vida tiene. Se olvidaron de estar en la primera actuación de su pequeño hijo, porque tenían que estar en el trabajo a esa hora; se olvidaron de bailar el vals con su adolescente hija, porque qué roche, qué dirán mis amigos; se olvidaron de conectar con el delicioso y penetrante aroma del café por las mañanas, pues siempre lo tomaron rápido para no llegar tarde a la oficina; olvidaron de conversar en la terraza de la casa con la pareja, pues a esa hora tenían más pendientes que cumplir... se olvidaron de vivir, porque tenían que hacer dinero.
 
No permitamos que el dinero ciegue nuestro potencial para disfrutar de las cosas esenciales e invisibles de la vida -como lo dije en un post anterior-.
Finalmente, "el dinero puede comprarlo todo, menos la felicidad, la dicha, la alegría, y la energía".
 
 
 
Termino este post agradeciendo a la persona que lo inspiró. Gracias Vania, he aprendido mucho más conversando contigo, que lo que he aprendido en muchos cursos de psicología; gracias por llegar siempre con esa energía -vital, llena de vida, predispuesta, con empuje- y contagiarme; enseñarme que hay cosas más allá del cuadrado cerebro, y que hay algo esencial e invisible que se transmite a través de la energía. Gracias.

miércoles, 18 de marzo de 2015

"Dentro de la vida misma, hay muchas muertes que sobrevivir"

Terminar duele, debilita, sensibiliza, desgasta.
No hablo solo de una relación de parejas, sino de terminar cualquier cosa; un período de trabajo, la etapa escolar, la universidad, la amistad con alguien, etc. Separarnos en general de cualquier vínculo genera mucho malestar, que -consciente, o inconscientemente- atormenta y pasa la cuenta.
 
La respuesta al por qué de ese desgaste va más allá de lo obvio, trasciende el hecho de que algo termina y me pone triste; me parece que se pone a prueba cuánto de nosotros mismos hemos depositado en el objeto que se pierde, para que nos sintamos así de afligidos.
 
Como dije en un post anterior, cada vínculo se lleva consigo un bagaje de recuerdos, anécdotas, experiencias, buenos y malos ratos, etc.
He escuchado a mi abuelita decir con un nudo en la garganta 'debo vender mi auto, pero me da tanta pena...' y es que, claro, ese auto la ha acompañado años de años, ha recorrido muchos lugares, le ha facilitado muchas cosas; si ese carro pudiera hablar, tendría mucho que contar y estoy segura que la abrazaría y diría "gracias por tanto".
Hoy sucedió algo curioso, por mi casa hay un parque que tiene una banca específica que mis abuelos y todos los abuelos de la cuadra fundaron, en donde se sentaban en los años '50 a conversar, en donde sus hijos jugaron desde pequeños, conocieron sus parejas, se dieron sus primeros besos, hicieron amigos; hasta ahora, que esos hijos tienen hijos pequeños y grandes, que aún juegan -jugamos- ahí, que comparten momentos muy lindos, y que finalmente, esa banca -por más cemento que sea- ha sido capaz de unir muchas generaciones. Hoy esa banca fue sacada por el alcalde del distrito, por un tema de seguridad. Más allá de la incomodidad que se suscita en todos nosotros, queda una inmensa e indescriptible nostalgia al ver ese parque sin ese pedazo que hizo tanto por todos, que vio tantos momentos, que escuchó tantos problemas y risas, que vio declaraciones de amor, que fue testigo de los primeros pasos de mis primitos, que vio crecer a los perros de la cuadra, que vio a tantas tías embarazadas y que ahora sus hijos juegan ahí con la pelota, y claro, en donde tengo fotos desde mi nacimiento hasta hoy.
 
Y es eso, en ambos casos ha habido una conexión emocional tan fuerte, que duele desprenderse, duele dejar ir, duele aceptar la ausencia de algo/alguien.
 
El título de este artículo hace referencia a eso, a la cantidad de duelos que sobrevivimos en la vida; cuando se acaba el colegio después de 11 largos años de conexión, vínculos, risas, aprendizaje, travesuras; cuando se acaba la universidad, dejando atrás materias, profesores, amigos, aprendizaje; cuando terminamos un trabajo, que se lleva personas valiosas; cuando un hijo se va de la casa, y hay que aprender a vivir sin él físicamente; cuando fallece un ser querido, y -carajo- hay que tener el coraje de despertar al día siguiente y simplemente aceptar que lo único que quedan son los recuerdos; entre otros infinitos momentos.
 
A veces no nos damos cuenta, pero todo ello desgasta, porque finalmente cada persona que se va se lleva un pedacito de nosotros, alguito de uno. Creo que es por ello que tenemos memoria. No es por las puras, creo que ninguna persona sería capaz de vivir sin haber pasado alguno de los duelos mencionados, guardando en vida a todas las personas que conoce; es imposible. Es saludable -aunque duela- aprender a dejar atrás cosas, pues no podemos cargar mucho tiempo 'tanto de todo'; las etapas tienen que terminar, tienen que quedar atrás; y en recompensa a ello, tenemos la capacidad de recordar.
 
Porque a pesar de no ver a muchas de mis amigas del colegio -por ejemplo- las recuerdo, las guardo en mí. Tengo infinidad de recuerdos chistosos, con ellas, que evoco cada vez que puedo y que siempre me roban una sonrisa afectuosa. A pesar de no saber nada de algunas personas con las que ya no trabajo más, me siento dichosa de recordarlos, y mantenerlos vivos en la mente.
 
Hoy reflexioné sobre este tema gracias a la banca que describí líneas arriba; y recordé la cantidad de cosas y personas que he ido dejando atrás, con nostalgia y alegría.
 
Gracias, memoria, por permitirme mantener vivos a todas las personas que en algún momento representaron un duelo para mí.